Abrí la puerta de un tirón, con una
precipitacion ridícula y ahí estaba él, mi milagro personal. El tiempo no había
conseguido inmunizarme contra la perfección de su rostro y estaba segura de que
nunca sabria valorar lo suficiente todos sus aspectos. Mis ojos se deslizaron
por sus pálidos rasgos: la dureza de su mandíbula cuadrada,la suave curva de
sus labios carnosos, torcidos ahora en una sonrisa, la línea recta de su nariz,
el ángulo agudo de sus pómulos, la suavidad marmórea de su frente, oscurecida en
parte por un mechón enredado de pelo broncíneo, mojado por la lluvia.Dejé sus ojos
para el final, sabiendo que perdería el hilo de mis pensamientos en cuanto me
sumergiera en ellos. Eran grandes,
cálidos, de un líquido color dorado, enmarcados por unas espesas pestañas
negras. Asomarme a sus pupilas siempre me hacía sentir de un modo especial,
como si mis huesos se volvieran esponjosos. También me noté ligeramene mareada,
pero quizás eso se debió a que había olvidado seguir respirando. Otra vez.